sábado, 13 de abril de 2024

TESTIGOS PARA UN MUNDO MEJOR

 

Homilía III Domingo de Pascua - Ciclo B - 20210418

 

Han pasado tres semanas desde el domingo de Pascua, y la rutina puede hacer que olvidemos la importancia de haber celebrado la resurrección de Cristo. Hace dos mil años, los apóstoles vivieron una experiencia que les cambió la vida y que se basaba en una certeza: Jesús ha resucitado y está a nuestro lado. Porque la resurrección de Jesús no es una película que acaba bien y que al apagar la tele nos dedicamos a otra cosa, sin que tenga importancia en nosotros.

El evangelio de hoy no es una historia de magia en la que un muerto se nos aparece. El evangelio es una buena noticia: La buena noticia es que el amor de Jesús vence al mal. A pesar de las cosas malas que puedan pasar fuera de nosotros, o las que pueda haber dentro de nosotros, el amor de Jesús es más fuerte. Cuando estamos en medio de situaciones difíciles, pensamos que son más poderosas que todo lo bueno que podría haber. La buena noticia es que el amor de Dios es más fuerte y transforma todo lo malo en bueno. Para que lo entendamos bien, Él transformó su propia muerte, lo peor que le puede pasar a uno, en vida eterna. El evangelio nos repite que Jesús tenía que padecer y morir, pero que también iba a resucitar. Tener fe en la resurrección es tener la seguridad puesta en Jesús, la certeza de que él siempre es más fuerte porque nos ama y porque ha pasado lo peor para manifestarnos su amor.

Pero el evangelio de hoy también nos dice dónde podemos encontrar a Jesús resucitado, a ese Jesús que nos ama hasta el límite. El primer lugar es la eucaristía. Los discípulos de Emaús lo reconocen al partir el pan, y a los discípulos que dudan de la realidad de Jesús resucitado en el cenáculo, Jesús les da un signo que también tiene que ver con la eucaristía. El evangelio nos dice que como ellos no acababan de creer de pura alegría y seguían atónitos, les dijo: "¿Tienen aquí algo de comer?" Le ofrecieron un trozo de pescado asado; él lo tomó y se puso a comer delante de ellos. Una frase que dice que “somos lo que comemos”. En esta aparición, Jesús nos quiere decir que él es lo que come. ¿Qué come Jesús? Un pescado asado. Para los primeros cristianos que hablaban griego, el que Jesús coma un pescado asado tiene mucho sentido. ¿Por qué? Porque la palabra pescado que en griego tiene cinco letras nos dice que Jesús es el hijo de Dios, nuestro salvador: La primera es una I de Jesús. La segunda es una X de Cristo en griego. La tercera es una Z de Dios en griego. La cuarta es una U que es como empieza Hijo. Y la última letra es una S de Salvador. Si juntamos estas letras leemos IXZUS, pescado, pero son las siglas en griego de Jesús Zeou Uios Soter, o sea Jesús Hijo de Dios Salvador. Cristo Resucitado al comerse el pescado nos dice que él es nuestro salvador, el hijo de Dios. Y por ser un pescado asado nos dice que él ha atravesado la pasión, pero ahora vive para siempre. En la Eucaristía encontramos presente porque Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador así nos lo ha dicho: "Tomen y coman, esto es mi cuerpo, Tomen y beban este es el cáliz de mi sangre".

Hay otro lugar donde encontramos a Jesús: en la Sagrada Escritura. Por eso Jesús nos abre el entendimiento para que comprendamos las escrituras. Es el nuestro Maestro interior, que nos enseña e ilumina por dentro. La Palabra de Dios nos da el sentido de todos los acontecimientos dolorosos y a primera vista negativos de nuestra existencia. Es necesario acudir a ella en busca de luz. Leer y meditar en la Biblia es un modo maravilloso de saber lo que Jesús nos quiere decir y el modo de ser sus grandes amigos.

Para terminar: Jesús no nos ama y nos permite encontrarnos para que seamos egoístas espirituales. Él nos manda ser sus testigos. Somos testigos no porque me lo dijeron mis papás, me lo enseñaron en el colegio o lo dijo el padrecito en la misa. Ser testigos implica hacer nuestra la resurrección de Jesús a través de la experiencia diaria, de la eucaristía y de la palabra de Dios como nos dice San Pedro: Dios lo resucitó de entre los muertos y de ello nosotros somos testigos. Además en la segunda lectura san Juan nos dice cómo tenemos que ser testigos: Quien dice: "Yo lo conozco", pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él. ¿Cuáles son estos mandamientos? Fundamentalmente dos: amar a Dios y amar al prójimo. Como dice el Papa Francisco: Cada cristiano puede transformarse en testigo de Jesús resucitado. Y su testimonio es mucho más creíble cuando más transparenta un modo de vivir evangélico, gozoso, valiente, humilde, pacífico, misericordioso. En cambio, si el cristiano se deja llevar por las comodidades, las vanidades, el egoísmo ¿Cómo podrá comunicar a Jesús vivo y su ternura infinita? Si amamos a Dios y a los demás estamos siendo verdaderos testigos de Jesús y estamos haciendo que lo que nos rodea sea mejor: que nuestra familia, nuestro trabajo, nuestra relación con nuestros amigos sea mejor. Ser testigos de Jesús resucitado es hacer que todo en nuestra vida y en la de los que queremos sea mejor.

sábado, 6 de abril de 2024

TRES REGALOS DE LA MISERICORDIA

 

HOMILIA II DOMINGO DE PASCUA, CICLO B 20240407

El segundo domingo de Pascua se centra en la experiencia de que Jesús ha resucitado y está con nosotros. Si la semana santa es el modo en que acompañamos a Jesús en su pasión y su muerte, la pascua es el modo en que Jesús nos acompaña a lo largo de nuestra vida. El camino de la Pascua, que vamos a recorrer en los siguientes siete domingos, nos refuerza la certeza de que Jesús está vivo y camina a nuestro lado.

El evangelio de hoy nos ofrece dos frutos de la experiencia de Jesús. El primero es Jesús que se aparece a los discípulos y les hace el don de la paz y el don del perdón y el segundo en que Jesús se dirige a Tomás para darle el don de la fe resucitada. Tres dones que el Resucitado viene a traer y que son fundamentales en la vida de todo ser humano: la paz, el perdón y la fe. Porque estos tres dones dan sentido a toda nuestra vida. ¿Quién puede vivir feliz sin paz, sin perdón y sin fe en algo que le dé sentido?

La paz no es solo la tranquilidad. La paz es estar en buena relación con Dios, con los demás, con la creación y con uno mismo. El pecado original había roto el equilibrio entre el ser humano y todo lo demás. Nos habíamos alejado de Dios, habíamos roto nuestra relación con los demás, habíamos dañado la creación, y a nosotros mismos. Jesús, que muere y resucita por nosotros, nos vuelve a dar la paz que habíamos perdido. Nos da la paz con Dios, porque nos abre a la posibilidad de tener con él una relación de amistad cercana pues el amor que él nos tiene está presente en nuestra vida. Nos da la paz con los demás, porque nos hace a todos hijos del mismo Padre que es Dios. Nos da la paz con nosotros mismos porque nos libera de los miedos que podemos tener al no caminar por el camino del bien y nos da la seguridad de que nuestra conciencia puede estar tranquila al llenar nuestro corazón con el Espíritu Santo. Finalmente nos da la paz con la creación. El ser humano usa mal la creación cuando se deja llevar por la avaricia o la soberbia y Jesús nos da la posibilidad de ser generosos y serviciales y usar los bienes que tenemos a disposición de modo adecuado y para el bien de todos.

El segundo don es el don del perdón. Todos somos conscientes de que no siempre hacemos las cosas bien. Todos necesitamos del perdón. Porque a veces dañamos a los demás con lo que hacemos, o permitimos que nuestro corazón se aparte del bien. Pero no es el perdón que nace de sentirnos superiores o indiferentes a los demás. Cuando el perdón brota de la superioridad o de la indiferencia nunca logra restablecer la relación con el otro de modo verdadero. Siempre queda una distancia, una herida, un mal sabor de boca. El don del perdón que recibimos en la Pascua de Jesús nace de su gran amor por nosotros. El amor cuando se hace perdón se llama misericordia, porque brota del corazón. La misericordia es el modo en que Dios quiso relacionarse con nosotros. Cuando el perdón nace del amor, el otro vuelve a ser mi hermano, el mal queda verdaderamente en el pasado, el corazón se siente liberado y agradecido. Jesús resucitado llega con las heridas de su pasión, porque  como dice San Agustín: si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas de nuestro corazón.

Y en tercer lugar está el don de la fe. La fe es apoyarnos en alguien en quien creemos, como cuando nos fiamos de una persona a la que le preguntamos la hora, o el tiempo que hace. Tenemos confianza en que esta persona no nos engaña y le creemos. La fe en Jesús, muerto y resucitado por nosotros, es la fe en una persona. Tomás, que no se fía de los discípulos, encuentra la fe cuando hace la experiencia de un Jesús vivo, que se acerca a él, y le comparte su amor. El evangelio de hoy termina con una bienaventuranza que es para todos nosotros: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”. Ninguno de nosotros ha visto a Jesús, pero lo podemos experimentar con la fe: cuando sentimos la paz y el perdón, o lo recibimos en la eucaristía, o cuando hacemos de su palabra en la biblia y, de modo especial en el evangelio, una guía para nuestra vida, porque ahí nos habla a nosotros.

La paz, el perdón y la fe son los rostros de la misericordia que Dios ha tenido con nosotros al entregarnos a Jesús, muerto y resucitado. La certeza en la misericordia, que nos hace fortalecer nuestra fe, sabernos perdonados y caminar por la vida en paz y como sembradores de paz. Como decía el Papa Francisco: La misericordia abre la puerta del corazón y permite expresar cercanía hacia los que están solos y marginados, porque les hace sentirse hermanos e hijos de un solo Padre. Favorece el reconocimiento de cuantos tienen necesidad de consuelo y hace encontrar palabras adecuadas para dar consuelo. La misericordia calienta el corazón y hace sensible a las necesidades de los hermanos. Jesús llega a nuestra vida para que también nosotros, como los apóstoles, podamos entrar en los cenáculos de dolor de los demás y ser para ellos testigos de la misericordia, de paz, el perdón y la fe que a todos nos da Jesús resucitado. 

Como Santo Tomás, en cada eucaristía tocamos su cuerpo y proclamamos su divinidad hecha carne, hecha ser humano por nosotros y para nosotros. Hoy Jesús llega al cenáculo de nuestro corazón y  cuando al comulgar digamos Amén, estaremos diciendo que él es el Señor de nuestra vida, el Dios en nuestra existencia, el Amigo en nuestro camino.